28 de noviembre de 2017

IX. Los guardianes del bosque

Cada año, arden cientos y miles de hectáreas de bosque por todo el mundo, en uno de los desastres ecológicos más terribles de presenciar. El bosque, una entidad viva, es consumido por la furia del fuego, destruyendo esa vida que resulta tan preciosa por su  indefensión, su fragilidad y su belleza. Esta breve narración es un recuerdo de la principal víctima de los incendios forestales: la propia Naturaleza.


G. Doré. "El incendio en el bosque".

Como un milagro, el sol asoma rayando la línea del horizonte. No llueve desde hace tiempo, y el calor pronto disipa el frescor que, aún perezoso, se resiste a abandonar las zonas más profundas del bosque de pinos, enredándose en girones de niebla entre las zarzas y los helechos. El pinar asciende entre escarpas de roca desnuda hasta alcanzar en la cima un claro pelado, el lugar donde se yerguen enhiestos los guardianes del bosque. Son unos roques soberbios, últimos protagonistas de un remoto pasado de furia volcánica.

“Buenos días tenga usted” saluda circunspecto el gran monolito de basalto a su compañero milenario, una roca de cuarcita.

“Que sean buenos, señor. Lo mismo le deseo a usted” responde la menor de las dos rocas, solícita. Después ambas quedan en silencio, contemplando cómo el orbe solar asciende poco a poco sobre la línea de árboles que se extiende a sus pies.

El tiempo es seco, y tras los meses de calor y sequía en la solana sólo aguantan algunas plantas fibrosas, como la retama y el escobón. Entre aquellos matorrales asoman las lagartijas, esperando el calor del sol con gesto solemne.

- ¿No parece que hoy va a apretar el sol? – inquiere una a las demás.

- ¡Qué cansino eres! – le replican.

- Es verano, ¿qué esperas? – le responde otra, estirando la cabeza aplanada para tratar de recibir todo el calor posible.

- ¡Ey, mirad allí! – interviene una tercera. Todas se giran.

- ¡Es el viejo saurio verde!

- ¡Por fin se une a la fiesta!

Cerca de ellas, sin darse por aludido por la impertinencia, asoma desde la seguridad de su gruta entre piedras un gran lagarto verdino. Espera el baño de sol con gesto serio y flemático, soportando las risas y gestos de complicidad de aquellas gamberras de cola dispensable.

Más abajo, escondidos del sol abrasador, rodeados de los pinos, guardianes y centinelas de aquella foresta, crecen felices el laurel y la acacia, el tomillo y la jara. En torno a ellos, saltando entre ramas muertas y grandes raíces nudosas, los pinzones y petirrojos rebuscan entre la pinocha semillas y algún insecto que llevarse a la boca.

Lombriz suculenta,
es esta que como.

Declara un gorrión, mientras la engulle de una sentada.

Madre,madre, 
mira, atiende,
la cochinilla que hallé
en aquella mata verde.

Pía una de las tres crías de pinzón común, mostrando el trofeo orgulloso a sus hermanos.
Con la comida no juegues. 
Picar debes a una antes que escape.

Responde su madre con un canto ligero.

Correteando por entre las raíces nudosas de los pinos, unas inquietas musarañas les acompañan. La mayor ha encontrado un grillo negro y jugoso, y procede a engullirlo para evitar que sus compañeras se lo arrebaten. Mastica rápidamente, cerrando los ojos de puro deleite. Las musarañas son mudas, así que no le replican, pero le lanzan una fugaz mirada de envidia antes de lanzarse en busca de otros insectos.

Conforme la mañana avanza, una calma tensa se siente en el bosque. Los pinos murmuran. La serpiente, asomando su cabeza entre las hojas, paladea el ambiente y en silencio y con premura abandona el lugar, moviendo las hojas con un susurro de alerta. El calor es sofocante, pero algo más se agita tras aquella tórrida sensación. Es como un sentimiento de urgencia, la sensación de fatalidad que precede a un acontecimiento largamente temido.

“Se me secan las hojas”, comenta el laurel a su vecino el tomillo, “este calor me agota”.

“A mí se me resienten las raíces y las espinas se me afilan con esta sequedad”– replica a su vez una acacia.

“Algo sucede” interrumpe la jara pringosa. “La serpiente ha huido, y las aves callan”.

La amenaza latente sorprende a todos de golpe. Cerca de unas botellas de vidrio empañadas por el moho, pequeños zarcillos de llamas se alzan traicioneros entre la hojarasca. Sin previo aviso, se transforman en un muro de fuego, creciendo furioso mientras consume vorazmente cuanto encuentra a su paso. El fuego ruge entre los pinos, que agitan sus ramas y mueven sus copas impotentes, queriendo decirles a todos que corran.

El eneldo y el laurel chillan mientras sus hojas se arrugan y prenden.

“¡Corred, huid!” quieren gritar, mientras lágrimas de savia escapan de sus ramas. Pero nadie escucha sus quejidos. El fragor del fuego les acalla.

Los roques volcánicos asisten impotentes ante las llamas que devoran el bosque.

“¡Cuánta vida perdida!” se lamentan, “¿es que nadie puede ayudarnos?”.

Avisados por el olor del humo y el fragor del incendio, por todas partes los animales tratan de huir y salvar la vida, pero muchos no son tan rápidos como las llamas, y perecen envueltos en un ardiente abrazo.

Inmóviles, los pinos lloran desesperados. El fuego prende sus copas, su savia silba y borbotea al rezumar de sus troncos. Tan sólo les queda lamentarse con voces mudas mientras las llamaradas arrasan el monte. 

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