20 de octubre de 2017

V. Los cazadores de mandrágora

La mandrágora es una planta de tipo leñoso, cuya raíz posee unas cualidades medicinales y venenosas a la vez, lo que le han conferido una gran relevancia en el mundo mágico y oculista desde la Antigüedad. Existen numerosas leyendas y mitos relacionados con ella, además de todas las propiedades, reales o mágicas, que se le atribuyen. A través de este relato dramatizado podemos conocer muchas de ellas.
B.A.Vierling, "Mandragora".

Los cazatesoros Hans y Utter pretendían conseguir la extraña y mágica raíz conocida como mandrágora. Sabían que esa planta era especialmente apreciada por sabios y eruditos, y esperaban poder reclamar una buena suma de dinero por ella en el mercado negro. 

Ambos conocían sobre ese vegetal lo poco que cualquiera en el mundillo podía conocer: que era sumamente raro, y que podía venderse al peso con un valor mayor que el oro. Al indagar algo más sobre él, supieron que el motivo de su extraordinario valor era que se le atribuía la capacidad de curar cualquier enfermedad, de favorecer la lívido y de anestesiar a los enfermos, y que los alquimistas y cabalistas lo apreciaban porque resultaba un ingrediente principal para determinados experimentos de elevada dificultad. En sus pesquisas, también habían oído de numerosos informantes, en su mayoría campesinos, que la planta contaba con otros poderes menos académicos pero mucho más curiosos. Habían escuchado cosas como que la mejor mandrágora crecía justo debajo de un ahorcado, alimentada por la carne pútrida y los deshechos de su cadáver, cosa que incluso podía resultar razonable pensar. También les habían dicho que la planta chillaba cuando alguien trataba de arrancarla, causando la locura, e incluso la muerte, de aquel que la sacara de la tierra. Incluso, alguien les llegó a relatar entre susurros que aquellas plantas eran capaces de huir en plena carrera para escapar de sus cosechadores.

Obviamente, ninguno de ellos creía en aquellas fábulas de plantas corredoras y chillonas, pero si habían llegado tan lejos en su oficio era porque nunca daban nada por sentado. Su lema era que más vale prevenir que curar. Por eso, habían tenido la precaución de llevar con ellos a un perro de caza, un podenco de grandes mandíbulas, que llevaban amarrado con una fuerte cadena y un collar de púas de hierro. Pretendían utilizarlo para arrancar la planta, ya que así él sería la víctima de la mortal maldición en caso de que fuera real. También llevaban cuerdas y cuchillos, diferentes utensilios para cavar, y provisiones, que llevaban repartidas en dos macutos de piel de vaca. Cualquiera que les hubiera visto recorriendo los embarrados caminos a la luz de la luna hubiera pensado que se dirigían a una expedición minera a tierras lejanas. Eso, si no se hubieran cuidado de que nadie les observara.

Habían elegido para iniciar su búsqueda un cruce de caminos cercano al bosque de Drakenswald, famoso por ser el lugar donde eran ajusticiados los salteadores y ladrones de caminos. En la vereda de aquel bosque de pinos centenarios se alineaban ominosamente los postes y patíbulos alzados por los verdugos, en los que los cadáveres de los reos pendían mecidos por el viento, siendo pasto de las aves carroñeras y de brujas y nigromantes, que encontraban en sus miembros tumefactos y podridos ingredientes mágicos para sus pócimas y brebajes.  Aquel bosque era sin lugar a dudas un lugar extraño y siniestro, por donde se decía que deambulaban seres misteriosos y que tenían lugar apariciones fantasmales. Por eso no podían encontrarse aldeas en los alrededores, y los propios bandoleros que acababan decorando macabramente los postes en el lindero del bosque solían elegir aquel lugar como guarida segura y alejada de ojos indiscretos y de la persecución implacable de las autoridades. Para evitar cualquier eventualidad al respecto, cada uno de ellos acarreaba además munición y un par de pistolas de pólvora, ya que así podrían afrontar la visita de cualquiera de los habitantes del bosque, ya fueran figurados o reales.

Todas aquellas precauciones les resultaban aún más valiosas ahora, de pie junto al cadáver oscilante de un desgraciado, en medio de la oscuridad relativa de una noche de luna llena. Los andrajos sucios y hechos jirones de aquella carcasa apenas servían para ocultar el vientre abierto a causa de la putrefacción, o por la acción de alguna alimaña hambrienta. De él pendían unas entrañas resecas, que en parte se habían desparramado también sobre el suelo, y de cuya visión ni Hans ni Utter podían apartar la mirada.

La presencia de aquel ahorcado les había llevado a concluir que aquel debería ser un lugar excepcional para encontrar aquella raíz, más aún cuando alrededor del patíbulo parecían distinguirse huellas de otros que ya se habían interesado por aquel lugar, ozando y cavando el suelo con pequeños hoyos irregulares, aunque por las marcas más bien parecía obra de algún animal. Mientras se decidían a actuar, el perro levantó de pronto las orejas en señal de alerta, y comenzó a husmear sonoramente apuntando su nariz en dirección al bosque, cuya linde se encontraba a escasa distancia. Al mirar hacia allí, pudieron distinguir una sombra fugaz, una forma contrahecha que aparentemente les estaba vigilando, y que se había adentrado en la oscuridad de la espesura al sentirse descubierta.

Al ver aquello, el perro hizo ademán de lanzarse en su persecución. Tras un fuerte tirón, el animal se soltó de la mano de Hans, que agarraba su cadena con fuerza, y salió corriendo hacia el bosque. El cazarrecompensas salió detrás de él, seguido de cerca por Utter, que les gritaba que se detuvieran, si bien el perro acabó por internarse en el bosque con celeridad. Los hombres decidieron entonces lanzarse tras él, siguiéndole en la oscuridad.

Tras unos minutos de incertidumbre, pudieron dar alcance al animal que corría a la zaga de aquella figura a la que ahora, entre los escasos rayos de luna que se filtraban por las copas los árboles, podían percibir con mayor claridad. Parecía alguien pequeño, orondo, tocado con algún extraño atavío que ninguno de los dos podía reconocer. En su loca carrera, pronto vieron que delante de ellos se abría un claro en el bosque. Al entrar allí el perro, con las fauces cubiertas de espuma, se abalanzó sobre la criatura, atrapándola entre sus dientes y sacudiéndola con violencia. 

Aquel ser chilló en un tono agudísimo, insoportable, provocando que ambos hombres cayeran al suelo tapándose los oídos. Su grito finalizó abruptamente cuando el podenco partió por la mitad al pequeño ser, cayendo fulminado a su vez. Hans y Utter se levantaron despacio, con una fuerte sensación de mareo, y se aproximaron cautelosamente hacia la escena, amartillando sus pistolas. Al acercarse, pudieron distinguir con claridad a su misteriosa presa: se trataba de un ser abotargado, de piel rugosa y sin pelo. La cabeza, unida al tronco sin cuello, poseía un rostro de rasgos apenas esbozados, como una marioneta a medio completar. Estaba coronado por unos apéndices que habían confundido con un tocado, pero que resultaban ser unas hojas alargadas y de aspecto carnoso. Gracias a ello pudieron identificar a aquel ser rápidamente, con admiración y estupor.

Eran hojas de mandrágora.

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