30 de octubre de 2017

VII. El Mensajero (II)

En el anterior relato, dejamos al mensajero tratando de llevar un correo vital para la resistencia española contra la invasión de Napoleón. Sin embargo, sus perseguidores no abandonan su pista y debe realizar un gesto desesperado para despistarles. Allí encontrará un peligro mucho mayor del que pretende escapar.

Arnold Böcklin, "Mondscheinlandschaft".

La luz caía con rapidez en aquella tarde cruel. Durante el día el sol apenas había podido iluminar la atmósfera rezumante de agua, y la densidad de la borrasca, que escupía con insistencia inmisericorde una lluvia densa y fría, auguraba que la noche sería cerrada. Si deseaba dejar atrás por fin a los dos franceses, aquel era el momento idóneo para esconderse. Llevó a su caballo en dirección a las ruinas de una quintería que había visto en lontananza al atardecer. Agotado por la larga carrera, el animal no pudo resistir más, y nada más cruzar el umbral del portón del patio, se desplomó con un relincho de agonía. Gonzalo pudo saltar a tiempo, evitando así ser aplastado en la caída. Tendido en el suelo, el animal resoplaba, agonizante. Era algo patético observar como luchaba por respirar, emitiendo estertores de un sonido grave y sincopado. Gonzalo quiso acabar con su sufrimiento, pero un disparo podría escucharse desde lejos, delatando su posición. Finalmente, decidió atravesarle el cerebro apuñalándole en la oreja con su daga. La sangre manó sobre la tierra del patio como una fuente tibia y espesa, rezumando vaho a causa del frío.

Ya solo, Gonzalo se sacudió como pudo el barro de encima, y lanzó una mirada en rededor, mientras palpaba sus bolsillos, asegurándose que el pistolón, y aún más importante, el zurrón con el mensaje, estaban aún en su sitio. La hacienda estaba arruinada, y a la tenue luz gris del anochecer pudo comprobar que estaba completamente abandonada. Las ventanas de la fachada principal, como ojos guiñosos, presentaban unos vanos vacíos, oscuros. Sobre ellos, unas contraventanas de madera hinchada por la humedad aleteaban con un ritmo ominoso, descompasado, empujadas por las rachas de lluvia, como manos que invitan con gesto siniestro a acercarse. Por encima de ellas, el techo hundido, de tejas de barro, dejaba entrever sus vigas tronchadas como huesos astillados.

Gonzalo no pudo evitar sentir una punzada de temor, un instinto de alerta, como si en aquel lugar se ocultara una bestia al acecho de una presa descuidada. Pero la noche se cernía ya sobre las ruinas con la oscuridad de la tumba, y debía tomar una decisión. Acertó a derribar de una sola patada la puerta de entrada principal, que se sostenía precariamente de sus goznes. Se detuvo en el umbral, con su capote goteando en el suelo de baldosas de barro cocido, haciendo un esfuerzo por distinguir el interior de la casona. La planta del edifico parecía albergar una sola habitación. Con una mano en la empuñadura de la daga, extendió la diestra y avanzó dubitativo hacia la negrura informe del interior de la estancia. Palpando, pudo toparse con algo de mobiliario abandonado. Hizo añicos lo que distinguió como una silla y un par de banquetas para hacer un pequeño fuego, y las amontonó en la esquina más alejada de la entrada, para que la luz no pudiera verse desde las ventanas sin cristal, delatándole. Tras desarmar su pistola, prendió con la llave de chispa algo de yesca, y dejó que las llamitas fueran creciendo entre unas astillas, para luego poner encima los maderos rotos del mobiliario.

Cuando las llamas comenzaron a calentar un poco su cuerpo aterido, dejó el zurrón donde guardaba los documentos que debía entregar en Sevilla junto a la pared, se desbrochó el capote y se sentó al amor de la lumbre, mientras vaciaba el agua de sus botas. Escurrió las medias y las dejó junto al fuego, mientras estiraba los arrugados dedos de los pies para sentir el grato calor de la lumbre en su carne entumecida. Sintiéndose algo mejor, hurgó en el zurrón y sacó el último mendrugo de pan y algo de queso, húmedos y blandos por la lluvia. Masticó con avidez aquel alimento rancio y pastoso, mientras escuchaba el chisporroteo de la madera húmeda al arder y observaba cómo el calor del fuego hacía salir vapor de sus medias. En el exterior, el ruido seco que hacían los maderos de las ventanas al chocar con la pared sonaba como el tañido de una campana que tocara a muerto.

Poco a poco su vista se acostumbró a la tenue luz de la pequeña hoguera, y pudo distinguir mejor cuanto tenía alrededor. Aquello debió haber sido un viejo mesón. Tal vez lo abandonaron al empezar la guerra, en el año ocho; el aspecto polvoriento de la estancia y el desvencijado mobiliario dejaban claro que nadie había pasado por allí en años. Solo entre aquella desolación, Gonzalo comenzó a sentir la leve opresión del miedo, y prefirió concentrarse en las llamas oscilantes que tenía frente a él. Su baile hipnótico debió de confundirle y dejarle medio dormido, porque se despertó abruptamente, sobresaltado, al darse cuenta que la habitación estaba de pronto iluminada, y que alguien se aproximaba hacia él.

Creyéndose sorprendido por los franceses, el corazón le dio un salto en el pecho, y llevó una mano hacia la daga. Pero frente a él se encontraba la silueta delgada y fina de una joven en ropa de noche. Llevaba un candil en la mano, cuya llamita arrojaba extrañas sombras sobre las paredes desconchadas y rezumantes de humedad. Tenía una cara de rasgos suaves, aniñados, enmarcada por un pelo largo y suelto caído sobre los hombros, del color del ébano. Sus ojos, profundos y de color oscuro, estaban fijos en el soldado, destacando en el óvalo de su rostro. Sintiendo los latidos del corazón en los oídos y en la boca abierta por la sorpresa, Gonzalo se incorporó torpemente, asiendo la cuchilla sin mucha convicción.

- ¿Quién sois? – acertó a pronunciar, sorprendiéndose al no reconocer su propia voz, que sonaba con un tono agudo y nervioso.

- Dormía en esta hacienda y el ruido que hacíais me ha despertado, señor. Me decidí a salir y os he visto aquí junto al fuego, dormido.

- ¿Dormíais aquí? – preguntó incrédulo Gonzalo, sin poder apartar la vista del rostro de la joven. No podía imaginarse un lugar más peregrino en el que una joven  frágil como aquella pudiera pasar la noche.

- Estad tranquilo – respondió la joven, sin dar muestra de haber atendido a la pregunta del soldado, - ¿puedo sentarme junto a vos? La noche es fría, y me siento muy sola.

Gonzalo miró a su alrededor, sospechando que pudiera haber alguna trampa. El quicio vacío de la puerta se abría bostezando en un espacio de oscuridad. Fuera, la lluvia sonaba ahora con fuerza; se escuchaba goteando y chorreando por entre los muros resquebrajados del edificio, lo anegaba todo… pero esa mujer estaba completamente seca. Sin embargo, hipnotizado por la desnudez apenas cubierta por la camisola de la joven, Gonzalo olvidó toda sensación de peligro, y ya no pudo apartar la vista de la curva del escote que se revelaba a través del cuello desatado del camisón.

- Señor, ¿podéis abrazarme? Hace tanto frío… - rogó la doncella de nuevo.

- Señorita, yo… no sé cómo habéis venido aquí… - Gonzalo no acertaba a pensar con claridad. La luz de la fogata teñía la suave piel de la joven con un tono anaranjado. Las llamas parecían reflejarse en las brillantes pupilas de sus ojos. La jovencita se acercó más aún, pisando descalza el embaldosado sucio. Agachándose, dejó cuidadosamente el candil en el suelo. Al inclinarse, Gonzalo pudo observar por entre el hueco de la camisa unos pechos jóvenes, turgentes, de pezones duros. Tragó saliva con embarazo, y bajó aún más la vista hasta uno de los blandos muslos que también quedaba al descubierto, al flexionar la joven las rodillas. Luego la doncella se incorporó de nuevo, lentamente, sabiéndose observada, hasta ponerse frente a frente con el soldado.

Gonzalo había olvidado el frío, la incómoda sensación de la ropa mojada, el ruido de la lluvia, el calor de la lumbre. Otro calor, surgido de su interior, enrojecía sus mejillas y le aceleraba el pulso. Sin comprender bien por qué, se adelantó torpemente, levantando los brazos para abrazar la voluptuosa figura que tenía frente a él. La joven respondió a su gesto, rodeándole los hombros y juntando las manos tras su cuello. Buscó con ansia la boca del soldado, besándole con ardor. Consumido por la lujuria, Gonzalo apretó a la mujer contra él. Acarició su espalda, el cuello, su delgada cintura. El deseo le embargaba, sintiendo aquella boca de carne blanda y húmeda bebiendo de él con fruición.

El abrazo se hizo más fuerte: aquella misteriosa mujer no cejaba en su beso largo y apasionado. Su lengua acariciaba los cortados labios del soldado, y se introducía en él. Sus besos le sumían en una locura embriagadora. Pero ahora le apretaba muy fuerte, haciéndole daño en el cuello. Sin abandonar su boca codiciosa, Gonzalo trató de separarse de ella, pero la joven se asió a él con más fuerza. El fuego que corría por su sangre pareció apagarse de pronto. Un escalofrío le recorrió la espalda, poniéndole la carne de gallina. Apretado contra el menudo cuerpo de aquella doncella, movió frenéticamente los brazos para empujarla, pero se vio incapaz. Se sintió presa de una llave que le atenazaba con una fuerza brutal, despiadada. Le faltaba el aire. Un torrente de frío se abrió paso entonces por sus venas, deshaciendo sus fuerzas. Su mente estalló en una llamada de alarma, pero su cuerpo no respondía. Unas garras gélidas le atenazaban la espalda. Un mordisco feroz roía su rostro, helándole el corazón. Quiso gritar, pero estaba mudo. La energía abandonaba su cuerpo, absorbida por un torbellino helado de maldad. En la oscuridad creciente que le envolvía, supo que iba a morir.

Una gélida ráfaga de viento dispersó las cartas y pliegos del zurrón tirado en el suelo, y apagó la vela del candil. Horas después, en la fonda desierta, los franceses pudieron encontrar el cadáver de Gonzalo, con el rostro azulado y los ojos muy abiertos, salidos de sus órbitas. Su cabello se había tornado de un gris ceniciento. Pese a la lluvia que les calaba, los dos húsares ni siquiera atravesaron el umbral del ruinoso edificio. Pudieron ver sobre el suelo un candil apagado, una daga de encaje, unas medias arrugadas y documentos desperdigados. Uno de esos papeles llevaba un sello oficial. Pero después de observar aquel rostro desencajado, iluminado por la luz mortecina de las brasas de la hoguera, prefirieron montar sus caballos y alejarse lo más rápido posible, sin mirar atrás, de aquel lugar maldito.


29 de octubre de 2017

VI. El mensajero (I)

Muchos son los sucesos heroicos y gestas individuales que se realizaron durante la Guerra de la Independencia contra la Francia de Napoleón, conflicto que por otro lado fue crudelísimo. Este relato histórico en dos partes cuenta la hazaña de uno de aquellos protagonistas, un anónimo soldado que no aparecerá en ningún libro de historia, pero cuya misión estuvo a punto de cambiar el destino de la guerra.  Sin embargo, el lector debe permanecer atento, ya que no todo es lo que parece...



Assaut du monastère de San Engracia, L.F. Lejeune.


El caballo cabalgaba con velocidad, haciendo rebotar con rítmica cadencia el zurrón de cuero en el costado de Gonzalo. El viento gélido de Diciembre le azotaba el rostro, haciendo salir lágrimas de sus ojos, que se secaba con el puño de la casaca blanca del Regimiento de Voluntarios de Castilla. La lluvia calaba su capote, empapándole la espalda y chorreando por la caña ya colmada de sus botas de montar, helándole hasta el mismo tuétano de los huesos. Pero no había un solo segundo que perder. Las palabras de su capitán resonaban con un eco de urgencia en su memoria: “Gonzalo, es cuestión de vida o muerte. Debes hacer llegar el mensaje de socorro a la Junta Central de Sevilla. Toda la guerra depende de tu mensaje. No puedes perder ni un segundo”.

El día veintiuno el ejército de Lannes había rodeado Zaragoza, y había ocupado las zapas que ya se habían excavado en el verano, cuando los franceses intentaron el sitio por primera vez. Pero en el interior los defensores prácticamente igualaban a los atacantes, y el general Palafox ofrecía con su propia presencia la promesa de una victoria segura. La resistencia de la ciudad estaba garantizada, pero Napoleón en persona se encaminaba ahora hacia Andalucía, el último reducto de resistencia, y era necesario dar aviso de que ninguna tropa podría acudir en ayuda desde el frente del norte. Con el ejército español deshecho en Somosierra y Uclés, la resistencia en Sevilla parecía la última alternativa.

Gonzalo estaba extenuando, pero no era momento de detenerse. La necesidad era tan urgente que no había tenido más remedio que cabalgar hasta el límite de sus fuerzas, y las de su montura. El caballo de correo con el que salió de Zaragoza murió cerca de Calatayud, cuando el corazón le  estalló dentro del pecho. En esa ciudad, ocupada por un piquete francés, los vecinos le habían escondido y ofrecido un nuevo caballo. El animal era algo escuálido, por culpa del hambre que aquejaba a bestias y hombres por igual fruto de las privaciones de la guerra; pero estaba habituado a las pesadas tareas propias de un animal de carga, y respondió obediente e impertérrito a los taconazos del soldado. Más adelante, en Sigüenza, tuvo que abandonar a ése también, al salir corriendo a toda prisa de la posada donde cenaba, ya que dos oficiales de caballería franceses habían reconocido las insignias de su uniforme bajo el embozo del capote.

Aquella había sido la última comida caliente que tomara, y hacía cuatro días de eso. Con la prisa de la huida había montado el primer caballo que encontró en las caballerizas, pero la fortuna quiso que resultara ser un purasangre destinado al servicio de postas. La bestia estaba acostumbrada a correr, y a veces al trote, a veces al galope, no se habían detenido a descansar más que una vez, cerca del castillo de Belmonte, cuando creyó haber despistado a los franceses que le perseguían. El resto del tiempo había tenido que dormir sobre el caballo, dando cabezadas mientras el animal trotaba cansinamente. La premura apenas le permitía comprobar sus progresos para tratar de perder a sus perseguidores. Sin embargo, mientras atravesaba las crestas boscosas de la serranía de Cuenca pensó por un tiempo que les había dejado atrás, pero desde lo alto de una cima pelada pudo observar con disgusto cómo los dos franceses, húsares con gorros de pluma roja y uniforme azul, le seguían en la distancia sin perder el brío. 

La necesidad de cumplir las órdenes y entregar el mensaje era acuciante, por lo que no podía mantener aquella exasperante persecución eternamente. Cuando abandonó la relativa seguridad de las montañas, decidió que antes de poder continuar su ruta hacia el paso de Despeñaperros era necesario despistar a aquellos franceses definitivamente. Tras descender de la serranía, tomó rumbo oeste en dirección a las llanuras de Ciudad Real. Allí, el clima había jugado a su favor, y la tormenta que embarraba los caminos estaba ayudando a confundir las huellas de su paso. Gracias a ello había perdido de vista a los jinetes el día anterior. Pero aquel territorio desolado apenas ofrecía algún refugio, y en el llano no podría pasar desapercibido para sus perseguidores por mucho tiempo. Gonzalo necesitaba buscar cobijo de aquella maldita lluvia, algún sitio que además le sirviera de escondite, con la esperanza de poder quitarse de encima a esos franceses.

* * *

20 de octubre de 2017

V. Los cazadores de mandrágora

La mandrágora es una planta de tipo leñoso, cuya raíz posee unas cualidades medicinales y venenosas a la vez, lo que le han conferido una gran relevancia en el mundo mágico y oculista desde la Antigüedad. Existen numerosas leyendas y mitos relacionados con ella, además de todas las propiedades, reales o mágicas, que se le atribuyen. A través de este relato dramatizado podemos conocer muchas de ellas.
B.A.Vierling, "Mandragora".

Los cazatesoros Hans y Utter pretendían conseguir la extraña y mágica raíz conocida como mandrágora. Sabían que esa planta era especialmente apreciada por sabios y eruditos, y esperaban poder reclamar una buena suma de dinero por ella en el mercado negro. 

Ambos conocían sobre ese vegetal lo poco que cualquiera en el mundillo podía conocer: que era sumamente raro, y que podía venderse al peso con un valor mayor que el oro. Al indagar algo más sobre él, supieron que el motivo de su extraordinario valor era que se le atribuía la capacidad de curar cualquier enfermedad, de favorecer la lívido y de anestesiar a los enfermos, y que los alquimistas y cabalistas lo apreciaban porque resultaba un ingrediente principal para determinados experimentos de elevada dificultad. En sus pesquisas, también habían oído de numerosos informantes, en su mayoría campesinos, que la planta contaba con otros poderes menos académicos pero mucho más curiosos. Habían escuchado cosas como que la mejor mandrágora crecía justo debajo de un ahorcado, alimentada por la carne pútrida y los deshechos de su cadáver, cosa que incluso podía resultar razonable pensar. También les habían dicho que la planta chillaba cuando alguien trataba de arrancarla, causando la locura, e incluso la muerte, de aquel que la sacara de la tierra. Incluso, alguien les llegó a relatar entre susurros que aquellas plantas eran capaces de huir en plena carrera para escapar de sus cosechadores.

Obviamente, ninguno de ellos creía en aquellas fábulas de plantas corredoras y chillonas, pero si habían llegado tan lejos en su oficio era porque nunca daban nada por sentado. Su lema era que más vale prevenir que curar. Por eso, habían tenido la precaución de llevar con ellos a un perro de caza, un podenco de grandes mandíbulas, que llevaban amarrado con una fuerte cadena y un collar de púas de hierro. Pretendían utilizarlo para arrancar la planta, ya que así él sería la víctima de la mortal maldición en caso de que fuera real. También llevaban cuerdas y cuchillos, diferentes utensilios para cavar, y provisiones, que llevaban repartidas en dos macutos de piel de vaca. Cualquiera que les hubiera visto recorriendo los embarrados caminos a la luz de la luna hubiera pensado que se dirigían a una expedición minera a tierras lejanas. Eso, si no se hubieran cuidado de que nadie les observara.

Habían elegido para iniciar su búsqueda un cruce de caminos cercano al bosque de Drakenswald, famoso por ser el lugar donde eran ajusticiados los salteadores y ladrones de caminos. En la vereda de aquel bosque de pinos centenarios se alineaban ominosamente los postes y patíbulos alzados por los verdugos, en los que los cadáveres de los reos pendían mecidos por el viento, siendo pasto de las aves carroñeras y de brujas y nigromantes, que encontraban en sus miembros tumefactos y podridos ingredientes mágicos para sus pócimas y brebajes.  Aquel bosque era sin lugar a dudas un lugar extraño y siniestro, por donde se decía que deambulaban seres misteriosos y que tenían lugar apariciones fantasmales. Por eso no podían encontrarse aldeas en los alrededores, y los propios bandoleros que acababan decorando macabramente los postes en el lindero del bosque solían elegir aquel lugar como guarida segura y alejada de ojos indiscretos y de la persecución implacable de las autoridades. Para evitar cualquier eventualidad al respecto, cada uno de ellos acarreaba además munición y un par de pistolas de pólvora, ya que así podrían afrontar la visita de cualquiera de los habitantes del bosque, ya fueran figurados o reales.

Todas aquellas precauciones les resultaban aún más valiosas ahora, de pie junto al cadáver oscilante de un desgraciado, en medio de la oscuridad relativa de una noche de luna llena. Los andrajos sucios y hechos jirones de aquella carcasa apenas servían para ocultar el vientre abierto a causa de la putrefacción, o por la acción de alguna alimaña hambrienta. De él pendían unas entrañas resecas, que en parte se habían desparramado también sobre el suelo, y de cuya visión ni Hans ni Utter podían apartar la mirada.

La presencia de aquel ahorcado les había llevado a concluir que aquel debería ser un lugar excepcional para encontrar aquella raíz, más aún cuando alrededor del patíbulo parecían distinguirse huellas de otros que ya se habían interesado por aquel lugar, ozando y cavando el suelo con pequeños hoyos irregulares, aunque por las marcas más bien parecía obra de algún animal. Mientras se decidían a actuar, el perro levantó de pronto las orejas en señal de alerta, y comenzó a husmear sonoramente apuntando su nariz en dirección al bosque, cuya linde se encontraba a escasa distancia. Al mirar hacia allí, pudieron distinguir una sombra fugaz, una forma contrahecha que aparentemente les estaba vigilando, y que se había adentrado en la oscuridad de la espesura al sentirse descubierta.

Al ver aquello, el perro hizo ademán de lanzarse en su persecución. Tras un fuerte tirón, el animal se soltó de la mano de Hans, que agarraba su cadena con fuerza, y salió corriendo hacia el bosque. El cazarrecompensas salió detrás de él, seguido de cerca por Utter, que les gritaba que se detuvieran, si bien el perro acabó por internarse en el bosque con celeridad. Los hombres decidieron entonces lanzarse tras él, siguiéndole en la oscuridad.

Tras unos minutos de incertidumbre, pudieron dar alcance al animal que corría a la zaga de aquella figura a la que ahora, entre los escasos rayos de luna que se filtraban por las copas los árboles, podían percibir con mayor claridad. Parecía alguien pequeño, orondo, tocado con algún extraño atavío que ninguno de los dos podía reconocer. En su loca carrera, pronto vieron que delante de ellos se abría un claro en el bosque. Al entrar allí el perro, con las fauces cubiertas de espuma, se abalanzó sobre la criatura, atrapándola entre sus dientes y sacudiéndola con violencia. 

Aquel ser chilló en un tono agudísimo, insoportable, provocando que ambos hombres cayeran al suelo tapándose los oídos. Su grito finalizó abruptamente cuando el podenco partió por la mitad al pequeño ser, cayendo fulminado a su vez. Hans y Utter se levantaron despacio, con una fuerte sensación de mareo, y se aproximaron cautelosamente hacia la escena, amartillando sus pistolas. Al acercarse, pudieron distinguir con claridad a su misteriosa presa: se trataba de un ser abotargado, de piel rugosa y sin pelo. La cabeza, unida al tronco sin cuello, poseía un rostro de rasgos apenas esbozados, como una marioneta a medio completar. Estaba coronado por unos apéndices que habían confundido con un tocado, pero que resultaban ser unas hojas alargadas y de aspecto carnoso. Gracias a ello pudieron identificar a aquel ser rápidamente, con admiración y estupor.

Eran hojas de mandrágora.

13 de octubre de 2017

IV. El Príncipe Donoso (II)

En esta segunda parte del relato de El Príncipe Donoso, vemos que, tras insistir su padre, Donoso finalmente llega a un castillo con el objetivo de encontrar una joven con la que casarse. Esta doncella es Irina, la hija única de un caballero que resulta ser la compañera ideal para el príncipe.


Al igual que había hecho en todos los lugares en los que había estado, Donoso abandonó rápidamente la compañía de los otros jóvenes una vez comprobó que los superaba en destreza, fuerza e inteligencia. Por otro lado, las mujeres del castillo eran escasas, y en el caso de las jóvenes, por ser criadas e hijas de labradores, carecían de interés para Donoso. La joven Irina, sin embargo, por su carácter indómito pero también por su belleza, estuvo por primera vez a la altura de las exigencias del príncipe. Cuando salían a caballo, Irina era la única que podía seguir el ritmo, ya fuera a través del bosque, vadeando ríos o a pleno galope en campo abierto. En los juegos atléticos, lejos de mantenerse alejada como espectadora, peleaba con los otros mancebos del castillo, asiéndolos por la cintura y derribándolos entre grandes muestras de entusiasmo. Y cuando llegaban las noches, abandonando su atavío de campo por ricos trajes, trenzado y perfumando su largo cabello, sabía entonar las más dulces canciones y bailaba con gracia, comportándose con mesura y delicadeza en la mesa.

Donoso e Irina pasaron mucho tiempo juntos, habiendo encontrado Donoso su mejor compañero de armas en una doncella. También Irina terminó centrando su atención en la figura de Donoso, en su belleza y sus maneras educadas, en su fuerza y en su actitud altanera, y acabó por enamorarse de él. Escuchando por fin los consejos que le daban su madre y sus doncellas, abandonó los juegos y las competiciones de hombres en los que había participado desde su niñez, y comenzó a actuar con las formas que correspondían más con las de una joven casadera.

Donoso se dio cuenta rápidamente de su cambio de actitud, y comenzó a verla igual que al resto de mujeres que había conocido: carente de cualquier tipo de interés. Pero cuanto más despego mostraba Donoso, más creía Irina que era a causa de sus modales rústicos y varoniles, y cuanto más hacia ella por remediarlos, más desprecio le mostraba Donoso, hasta que al fin el príncipe, aburrido, anunció que iba a partir de nuevo a la corte de su padre.

Desesperada por el evidente rechazo que Donoso le mostraba, Irina le abordó la víspera de su partida, mientras ajustaba los atalajes de su caballo.

- ¿Donoso, por qué te vas? – le preguntó, deteniéndose en el vano de la puerta del establo.

- Me esperan en mi casa. Es hora de que me marche – le respondió con indiferencia el príncipe.

- ¿Te quieres ir ya? Pensé que me estimabas – Donoso le dirigió una amplia sonrisa, carente de todo tipo de sentimiento, pero totalmente cautivadora.

- Y lo hago, pero debo irme. He perdido demasiado tiempo.

- ¿Que has perdido el tiempo? – preguntó Irina desolada. En sus grandes ojos asomaban un par de lágrimas. Ambos guardaron silencio por un momento. Luego Irina se acercó a él, tomándole de las manos.

- No puedes irte, Donoso. No es tiempo perdido. Me has conocido; me ofreciste tu amistad –. Donoso lanzó una sonora carcajada. Para él, la amistad de una mujer era tan valiosa como el afecto de un perro o de un caballo de guerra.

- ¡No digas tonterías! – le contestó, soltándose de sus manos – apenas me conoces. Yo no te ofrecí mi amistad, simplemente pasaba el tiempo contigo. Pero eso ya ha pasado. Nuestra amistad es una tontería, he sido amigo de muchísimas mujeres, y camarada de muchísimos hombres. Todos se esfuerzan por agradarme, pero no se dan cuenta que todos ellos, que se creen únicos y especiales, son solo uno más entre todos los que conozco. Tu amistad no vale nada. Es hora de que regrese a mi casa y que te olvides de mí.

Irina se sintió desgarrada por el despecho. Toda su actitud manida y afectada adoptada por consejo se derrumbó frente a su carácter indómito. Apretó los puños con rabia y le gritó:

- ¿Tonterías? Tu soberbia no conoce límites, Donoso, hijo de Geminardo. Crees que el amor que te ofrecen es algo que te deben, crees que puedes despreciar todo aquello que no es mejor que tú mismo. Enamorado de tu hermosura y de tu tremenda arrogancia, no haces aprecio de aquello que se te entrega de forma afectuosa y desinteresada, pensando en tu egoísmo que aquello que te ofrecen es algo vulgar y despreciable. ¡Así tu belleza, fuente de tu soberbia, se esfume de tu rostro y te conviertas en un ser feo y vil, como fea y vil es tu alma! ¡Así ofrezcas tu amistad y tu anhelo a las gentes, y éstas te lo devuelvan con desprecio!

Aquellas palabras sonaron terribles. En ese preciso momento Donoso sintió una gran angustia, y cayó enfermo al suelo, víctima de ahogos. Irina, despechada, salió del establo y nunca más volvió a verle.

Recogido por los criados, Donoso pasó largo tiempo en la cama. Su rostro radiante se apagó, y su belleza desapareció rápidamente. Un pelo hirsuto y desgreñado le creció por todo el cuerpo. Los ojos se hundieron y su voz se volvió ronca y jadeante, de forma que su desagradable aspecto comenzó a repeler a quienes lo cuidaban. Cuando finalmente se levantó de la cama, todas las gentes le evitaban o le trataban con precaución y de malas maneras, rehuyendo su compañía. Aún los animales se alejaban de él con el lomo erizado o enseñando los dientes. Donoso se esforzaba por resultar agradable y gracioso, intentando recuperar su antiguo atractivo, pero con ello no provocaba más que antipatía, hasta que finalmente las gentes acabaron por huir de él asustadas debido a su grotesca fealdad y fue expulsado del castillo.

Donoso vagó durante un tiempo por los alrededores, desesperado ante su súbita desgracia, sintiendo por primera vez la angustia de la soledad. En las noches de luna llena, rogaba desesperadamente a la luna que le vio nacer que le devolviese su perdida belleza, hasta que sus ruegos y gritos terminaron por convertirse en aullidos amargos y melancólicos. Enflaqueció, y su cuerpo se fue encorvado, mostrando las costillas sobre una piel tensa y seca como el cuero. Su cabello se hizo más espeso y su rostro se desfiguró con una mueca horrible, que mostraba unos dientes cada vez más puntiagudos.

Al fin, huyendo de su propia fealdad, se internó en el bosque para esconder su desgracia. Alimentándose de alimañas y aullando a la luna, acabó por parecerse más a un lobo que a un ser humano. Recluido en su soledad, intentaba abordar a las personas que veía por la foresta, pero éstas siempre huían aterradas o le recibían con palos o a pedradas. Por fin terminó por esconderse de la propia luz del día, para evitar encontrarse con las personas que le despreciaban, pero deseando a la vez desesperadamente la amistad y el calor humano, tan fuerte como el desdén que había sentido antes por ellos.

Donoso, odiado por los hombres, aún busca de vez en cuando su contacto. Intenta ganárselos a través de algún presente o de una buena acción, limpiando las eras o dejando comida en las puertas, expiando con la fuerza de su intención y de su buena voluntad las malas acciones que había cometido, y todo el dolor que había causado. Las gentes del lugar acabaron por omitir su nombre y terminaron llamándole simplemente “el Lobuno”, guiadas a veces por el temor, otras veces por la lástima. Hasta que pasado el tiempo, terminaron por olvidarse de él, convertido en un animal tímido y voluntarioso, escondido en la oscuridad de la foresta.

11 de octubre de 2017

III. El príncipe Donoso (I)

El hombre lobo es un personaje mitológico que puede encontrarse en muchas culturas desde la más remota antiguedad. En regiones como Galicia, aún hoy, se conservan muchas tradiciones relacionadas con la figura del lobishome u hombre lobo. Este personaje suele ser víctima de alguna maldición o de un destino funesto, que le obliga a transformarse en lobo durante las noches de luna llena. En este relato de dos partes, doy una vuelta a esta leyenda para darle una perspectiva algo diferente.

G.Doré, "Le loup devenu berger".

Del matrimonio entre el rey Geminardo y la dama Diana nacieron tres hijos varones. El mayor de ellos fue llamado Welfa, y se convirtió en un hombre valiente y de carácter intrépido, entregado desde muy joven a las tareas más arriesgadas. El mediano, que apenas se diferenciaba en edad de su hermano, recibió el nombre de Eurico. Era un muchacho bien parecido, esbelto y delgado como una caña, de movimientos ágiles y veloz al correr.

El más pequeño de los tres hermanos nació algún tiempo después, una noche de luna llena de primavera, tras una gestación dura y un parto difícil. Su padre temió por su vida, y aún por la de su madre, pero al nacer el niño, dio signos de buena salud. Limpiado y fajado, ya en brazos de su madre, toda la corte observó la belleza del príncipe, y se llegó a decir que su rostro parecía haber capturado el brillo de la Luna que había alumbrado su nacimiento. Recurriendo a la lengua de sus antepasados, la reina Diana decidió entonces nombrarle Donoso, pues tanto ella como el rey consideraban que su último hijo había resultado al fin un don maravilloso.

Donoso creció rápido, mostrando tempranamente la buena condición física propia de sus hermanos. Pero si bien ellos se dedicaron desde muy pronto a las actividades guerreras con gran entrega y entusiasmo, Donoso mostró poseer mayores cualidades para la risa y la contemplación. Mimado por su madre y consentido por sus ayas y criadas, creció acostumbrado a las atenciones de las mujeres, y tomó una gran afición por el sexo femenino.

Cuando alcanzó la adolescencia, Donoso supo compartir sus notables cualidades para las hazañas amorosas con sus otros hermanos. Acostumbraba a salir muchas noches con su hermano Welfa en aventuras y correrías de toda índole, con la intención de enamorar a una joven y arrancarle un beso o una lágrima desde la altura de un balcón, o participaba con Eurico en competiciones atléticas y exhibiciones cuyo único fin era mostrarse y flirtear con las jóvenes doncellas de la corte. Pronto, Donoso se convirtió en el joven más popular del reino y aún del país, y todas las jóvenes doncellas suspiraban por sus miradas y anhelaban fervientemente convertirse en el blanco de alguna de sus atenciones.

Pero aunque todas las jovencitas lo desearan, para Donoso aquella actividad no era más que una simple diversión, en la que encontraba el mismo placer que sus hermanos podían encontrar cazando o realizando pruebas atléticas. Su propia capacidad y habilidades, que no tenían nada que envidiar a las cualidades de sus hermanos, unido a su éxito con las mujeres y a su natural liderazgo, le convirtieron en un joven pagado de sí mismo, negligente y arrogante, que trataba con condescendencia a los demás muchachos. Esta actitud se vio siempre espoleada por el amor de sus hermanos, que nunca se cansaban de halagarle, y por las caricias desmedidas que le dedicaban su madre y sus ayas.

Cuando alcanzó la edad adulta, Donoso se había convertido en un hombre hermoso y soberbio. Con motivo de la celebración de su dieciséis cumpleaños, el rey Geminardo organizó una gran cacería a la que invitó a sus mejores amigos y aliados. Se preparó un concurso en el que se ofrecían valiosos premios en oro y tierras a los ganadores, aquellos que consiguieran atrapar el mayor número de animales o dieran caza al venado o el jabalí más grande.

Acudieron muchos caballeros y cazadores, animados por los premios ofrecidos por el rey. El día señalado, los cuernos sonaron apenas amaneció y muchos caballeros se lanzaron en cabalgada seguidos de numerosos podencos y peones armados con arcos y lanzas de caza. Geminardo salió acompañado de sus tres hijos, que ejercían de árbitros del concurso junto a su padre. En el lugar de honor cabalgaba Donoso, montando un purasangre negro regalo de cumpleaños de su padre. Mientras observaban la actividad de los cazadores, cabalgando animadamente por el bosque, Geminardo tuvo un momento para intimar con su hijo.

- Donoso, hoy has cumplido dieciséis años y es tiempo de que comiences a pensar en tu futuro. Sabes muy bien que tus hermanos han participado desde que tenían tu edad en los asuntos del reino, y tu hermano Welfa incluso ha dirigido ya mis ejércitos en mi nombre.

- Si, padre – le contestó Donoso – conozco mis obligaciones y agradezco mucho vuestro interés.

- Tal vez deberías comenzar a pensar en casarte. Aún eres joven, pero me parece que es conveniente que encuentres una mujer lo antes posible y que comiences a centrarte en la vida adulta, ya que, aunque cuando yo muera tu hermano heredará la corona, es necesario que entre todos apoyéis a Welfa en su posición, y para ello deberías contar tú a tu vez con una buena heredad y una posición fuerte. Dime, hijo mío, ¿existe alguna mujer que te interese?

- Padre, os mentiría si dijera que me he fijado en alguna mujer en concreto. Lo cierto es que para mí todas las mujeres son muy parecidas: todas funcionan del mismo modo y presentan los mismos pensamientos –. Sus hermanos se sonrieron, divertidos ante las palabras fanfarronas de su hermano. Donoso les devolvió la sonrisa, satisfecho por su aprobación, y continuó hablando: - es bien cierto que las mujeres me parecen algo sencillo y banal, y para mí no muestran más encanto que un buen lebrel o una espada bien forjada, ni más dificultad que una carrera o una competición de monta.

- En ese caso – contestó Geminardo, – no te será difícil encontrar una mujer con la que casarte.

- Padre, no estoy interesado en conseguir una esposa. ¿Por qué iba a quedarme con una, si puedo disponer de todas a mi antojo?

- Vas a quedarte con una porque es mi deseo – cortó Geminardo con enfado. Donoso inclinó la cabeza con respeto ante la decisión del rey. Si su padre le pedía que encontrase una mujer y se casara con ella, centraría toda su atención en cumplir su deseo.

Poco después Donoso redobló sus aventuras, acompañado por sus hermanos. Pero ninguna mujer cumplía con las expectativas del príncipe. Pasaba el tiempo, y cuando sus hermanos le apremiaban, Donoso siempre contestaba que ninguna mujer era tan bella como para lucir a su lado.

Finalmente, sus hermanos acabaron por abandonar esas aventuras, cansados de la pasividad del príncipe y ocupados por sus propios asuntos. Donoso prosiguió la búsqueda solo, abandonando la casa de sus padres y cabalgando por las cortes de los nobles y reyes vasallos. Las doncellas y las hijas de los prohombres de todo el reino se le antojaban igual de insulsas y aburridas que las de la corte. Todas ellas eran hermosas a su manera, pero ninguna contaba con unas cualidades sobresalientes que llamaran su atención. Le dirigían sus sonrisas más brillantes y le lanzaban miradas cargadas de amor y de deseo, pero Donoso no encontraba en ellas nada que le despertara más interés del que se dedica a cualquier afición o deporte.

En el transcurso de sus viajes, el príncipe conoció finalmente a una joven llamada Irina. Era hija de un caballero humilde, cuyo castillo se alzaba sobre un bosque en las colinas montañosas al norte del reino. Irina era hija única, y había recibido desde niña todas las atenciones que su padre hubiera querido ofrecer a un hijo varón. Montaba a caballo y manejaba el arco, era rápida en la carrera y sabía comportarse en todo tipo de fiesta. En el tiempo que Donoso pasó en el aquel castillo, Irina demostró ser más fuerte y capaz que el resto de los muchachos de la corte.

* * *

5 de octubre de 2017

II. Avula

Remedios Varo, artista polifacética y una adelantada del feminismo, dejó una obra pictórica de gran belleza. Sus cuadros reflejan un mundo onírico muy particular, con una fuerte cohesión interna y un estilo pictórico fácilmente reconocible. Muchos de sus personajes son mujeres, a veces encarnadas en seres fabulosos, que reflejan la fuerza y el carácter de su creadora. Este relato pone forma y palabras a su universo y a sus personajes.

R. Varo, "La creación de las aves".
Avula se encontraba absorta en sus divinas cavilaciones. Las plumas de su cabeza y de sus hombros, de un blanco nacarado, brillaban con la luz de las lamparitas de cristal, unas pequeñas esferas con candelas llameantes en su interior. Llamaron a la puerta de la cámara con tres golpes suaves. Cuando Avula dio permiso, una pequeña Doncellita abrió con cuidado una de las hojas de madera perfumada. Asomó su cabeza de pelo dorado, peinado cuidadosamente con raya en medio, dejando entrever también el cuello abotonado de su camisita blanca almidonada.
- Con permiso, mi Señora. Espero no molestarla. 
Avula rio con una voz suave y musical, unas notas ligeras y vibrantes que quedaron suspendidas trémulas, en el aire. En la ventana ojival que se abría en la pared circular de la estancia, los pequeños tallos de una hedrera había alcanzado tímidamente el alfiz. Animados por aquella risa, brotaron de súbito en unas hojitas apuntadas, de un verde brillante con vetas doradas.
- Por favor, adelante, querida. Ven aquí, mi pequeña. ¿Qué es esta vez? – preguntó Avula, observando como la Doncellita se acercaba a su escritorio con gesto profesional, sujetando contra su pecho un cartapacio ajado de piel teñida de rojo. Sus pequeños pasos, acompasados y de zancadas simétricas, apenas movieron su vestido plisado color gris perla, abrochado por delante con cuatro botones negros. Sus zapatitos de charol, también negros, como sus medias, sonaban con rápida eficiencia en el suelo de cerámica.
- Son los ojarancos, señora.
- ¿Otra vez? – repuso Avula, alzando una ceja, pero sin perder la sonrisa en su rostro almendrado. Aquellos pajarillos eran una fuente constante de problemas. - ¿Qué es ahora?, ¿los picos? ¿Siguen enredándose con las rabacetas?
- No, mi señora – la Doncellita alcanzó el escritorio. Poniéndose de puntillas y alzando mucho los brazos, estirándose como un gatito perezoso, consiguió poner el cartapacio sobre la mesa. – Sus huevos no terminan de eclosionar con el calor del sol en Medianía. Se cansan y juegan con ellos hasta tirarlos por el suelo.
Avula tomó el cartapacio delicadamente con sus finos dedos y lo abrió con sumo cuidado en el lugar que indicaba un marcador de tela negra. Leyó el texto escrito en letras pequeñas de rabillos estilizados, formando unas filas apretadas, mientras fruncía el ceño, contrariada. Fuera, se pudo sentir el estallido sordo de un trueno. La Doncellita lanzó una mirada de reojo por la ventana, nerviosa.

Tras leer el informe, dio un suspiro de resignación y dejó la mirada perdida en dirección a la puerta, que la Doncellita había cerrado cuidadosamente al entrar. Los pensamientos cruzaron rápidamente por su mente, mientras recordaba, repasaba y sopesaba. La Doncellita esperaba con paciencia el final de sus cabilaciones mirando fijamente las puntas de sus zapatos mientras se mordía repetidamente el labio inferior, con las manos de delicada manicura a la espalda. 
- Debemos afrontar el problema de otra forma. Ningún animal nos había dado tantos problemas. ¡Qué lástima! La solución de darles plumas no fue buena idea – Avula acariciaba distraídamente las hojas quebradizas del cartapacio mientras hablaba. - Parecía la mejor solución para dar salida a su fogosidad, pero sólo nos ha traído más problemas. Los pobres colorigos… y las rabacetas, ¡cómo se molestan! Dime, querida, ¿tú qué piensas? Me gustaría mucho oír tu opinión.

La Doncellita dio un respingo al escuchar la propuesta de Avula, y tardó un momento en responder, mientras buscaba la respuesta más adecuada.
- Señora, el problema de la puesta de huevos afecta a la reproducción, y en mi opinión es un elemento capital. Pienso que si mi Señora les confiriera un hábito nocturno, los huevos eclosionarían a su debido tiempo y así no acabarían jugando con ellos. Del mismo modo, no compartirían el tiempo con los colorigos y podrían dejar a las rabacetas tranquilas.
- ¡Excelente solución, querida mía! – repuso Avula con alegría, encantada de escuchar la propuesta. – Con su nocturnidad solucionamos dos problemas de una vez… bueno, tres, si tenemos en cuenta a los colorigos. ¡Pobrecitos, que nunca me acuerdo de ellos! Habrá que darles un nuevo trino: que provoque la melancolía en los poetas y que anime las puestas y salidas del sol, para recordar a los nostálgicos que siempre hay otra oportunidad. Así nos acordaremos mejor de ellos. Perfecto, querida, manos a la obra.
- Pero mi señora…
- ¿Sí?
- ¿Y respecto a los ojarancos?
- ¡Oh, es cierto! Les daremos nocturnidad y todas contentas. Pero de día o de noche, me temo que seguirán con sus juegos y travesuras, y seguirán incordiando a los colorigos, y las rabacetas y los cornijos seguirán peleándose con ellos. Por eso, me parece que lo mejor es que hagan sus nidos en la tierra. Que aprovechen las oquedades en los acantilados y las playas, en las montañas, o en los cortados de los cañones de los ríos. Así estarán lo suficientemente alejados de los demás para que no los molesten, y los mamíferos no les darán problemas. ¿Está todo?
- Así es, mi Señora – repuso la Doncellita, terminando de apuntar en su cuadernito de notas, que guardaba junto con una pluma en los bolsillos de su blusa.
- Excelente, entonces. Puedes retirarte.

Avula extendió el cartapacio por encima de su escritorio, y la Doncellita lo tomó con diligencia. Las llamas de las lámparas de cristal tremolaban, haciendo que su sombra se agitara como en una danza mientras atravesaba la estancia. Avula observó cómo se alejaba y cerraba la puerta con cuidado al salir. Otra vez sola, sonrió para sí, satisfecha con lo que parecía ser la solución definitiva del viejo problema, mientras se acariciaba con cuidado las níveas plumas del píleo. Mantener en equilibrio aquel mundo era una tarea ardua e incesante, pero le llenaba de íntima satisfacción.

        A través de la ventana, ahora cubierta totalmente por las hojas de la hedrera, el Lucero del Alba brillaba como una joya sobre el cielo de terciopelo.

4 de octubre de 2017

I. Introito

Donde son descritos los principios y objetivos de este blog.

Sed todos bienvenidos.

Este blog nace con la intención de desarrollar y compartir un proyecto de creación literaria, en el que poder mostrar diferentes obras de relato corto, con una temática fantástica, histórica, épica y de terror y misterio.

Como inspiración, la Naturaleza y su entorno conforman un espacio principal. Todos los escritores encuentran una Musa que les da fuerza y alas para desarrollar su imaginación. La Naturaleza me resulta mucho más que un paisaje bonito o una sensación estética de belleza: esconde todo un mundo de simbolismo, misterio y magia que ejerce una poderosa llamada a mis emociones y sentimientos.

Me gusta ver y sentir el espacio que me rodea con los ojos de aquel que reconoce en él un lugar sagrado donde palpita y se estremece un sentimiento de poder que va más allá de la razón, para tocar el campo de la sensación. La cueva, el bosque, el prado, el roquedo, la niebla, guardan un mundo en potencia de sucesos, de sensaciones y de relatos que siempre quedan en la línea de superficie de nuestra consciencia, luchando por romper el velo de la Razón para irrumpir en una realidad, que algunos denominan "realidad velada".

Hay otros elementos que me sirven de fuente de creación. La música de Death Can Dance o de Enya; las obras de Brueghel y El Bosco, de Remedios Varo, de Brian Froud o Alan Lee; la escritura de Jorge Luis Borges, de J.R.R. Tolkien, la literatura artúrica medieval, los maestros H.P.Lovecraft y Edgar Allan Poe, Gustavo Adolfo Bécquer y muchos otros... Todos ellos, como manantiales, corren en cursos de agua hasta un río común: el del realismo mágico, el de una realidad que se refleja en una verdad trascendente que nos aleja del relato prosaico de nuestra vida cotidiana.

El relato fantástico supone la base principal de mi creación literaria. La fantasía, la épica, son géneros que, aunque trillados en muchos campos anodinos, o conducidos a callejones sin salida de la novedad y el crédito literario, encierran una emoción y una verdad que se refleja en la mente de todos nosotros. Son mitos modernos que sirven para explicar muchas de las emociones que no pueden expresarse siquiera a través del sustantivo de un sentimiento. El sentido profundo del mito nos une a todos los Hombres y Mujeres que existen y han existido, porque en él subyace el sentimiento profundo de un mundo que hoy hemos dejado atrás en pos de otras metas, de la ciencia, la tecnología y el materialismo, pero que estructura nuestro ser y nos da forma.


Soñemos, por tanto, y leamos, como decía el Poeta, y hagamos poco caso de las habladurías de aquellos en exceso escrupulosos.